LA SONRISA DE LEONARDO

¿Qué esconde la sonrisa de la Gioconda? Acaso algo semejante a este recuerdo de infancia: «… me parecía que, estando yo en la cuna, un milano venía a mí, me abría la boca con la cola y me golpeaba muchas veces con la cola dentro de los labios». Y sellaban el recuerdo las palabras: par che sia mio destino, «parece que sea mi destino».

La sonrisa, sin duda, marcó el destino del cuadro, probablemente porque transmite un misterio que permanece. Leonardo da Vinci, al pintar ese retrato, pintó mucho más. El hecho de que se lo llevara consigo, junto a todos sus manuscritos, cuando partió hacia Amboise a la corte de Francisco i tres años antes de morir, es significativo. Indica, acaso, que en él revelaba algo de su interior, algo secreto tal vez solo descifrable por un procedimiento enigmático, como su escritura.

La palabra, portadora de concepto, es la forma más completa que tiene el hombre de manifestarse. Cuando esta se plasma en el papel, delimita una zona, supone un paso que induce a otro, otro espacio, y este a otro, de modo que de su sucesión nace todo un mundo. Leonardo, el gran creador del Renacimiento, movido por su inquietud intelectual, además de cultivar las artes plásticas, recurrió a la escritura como medio gracias al cual su mente podía transitar por todos los terrenos y avanzar sin tregua. Consciente de que llegaría a zonas inexploradas e inaceptables para sus coetáneos, empleó un modo que dificultaba su lectura, solo posible a través de un espejo. Anotando lo que observaba, descubría o estudiaba, llevó a cabo una suerte de enciclopedia tan abarcadora como variopinta, de la que ofrecemos aquí una breve selección. A su muerte, casi todos sus manuscritos se dispersaron, y poco se sabía de ellos en comparación con la rotunda presencia de las obras nacidas de su pincel. El paso del tiempo los ha hecho accesibles, despertando el asombro de quien los conoce, ante la multitud de intereses y cantidad de descubrimientos que encierran. Con recato, pero sin limitar ese instinto que lo empujaba siempre más allá, escribía Leonardo, siendo tal vez el primer sorprendido. Por ello, ante aquel recuerdo inicial, sin duda se decía que bien pudo ser un pájaro de alto vuelo el que lo despertara a la expresión y a los sentidos, invitándolo a remontarse más y más para captar un panorama progresivamente abarcador.

Nacido en Anchiano, muy cerca de Vinci, en 1452, hijo natural del notario Piero, se trasladó con él a Florencia a los 17 años y allí se formó en el taller de Verrocchio, donde estudiaban Sandro Botticelli, Pietro Perugino y Lorenzo di Credi. En los talleres del Renacimiento no solo se profundizaba en el arte sino en la artesanía, la ingeniería y la técnica mecánica. Es decir, en ellos el artista aprendía a dibujar, modelar y esculpir, y también a planear máquinas, puentes, edificios o construir obras públicas. Pero el impulso de Leonardo lo llevó pronto a relacionarse con otros estudiosos. Tuvo así ocasión de conocer a astrónomos y geógrafos, como Toscanelli, o matemáticos, como Benedetto Aritmetico, y de hacer amistad con Luca Pacioli, cuya De divina proportione (publicada en 1509) ilustró. Su vida se convirtió pronto en una aventura de arte y ciencia. Guiado por la altura que alcanza un milano, Leonardo tuvo una visión certera del entorno y también de su propio interior. Fiel a sí mismo, experimentó en terrenos desconocidos, abriendo vías a invenciones que se realizarían siglos después. Como él presentía, este camino no siempre resultó comprensible para sus coetáneos. Así Pietro de Nuvolara escribía en 1501 a Isabella d’Este, deseosa de una obra suya: «En resumen, sus experimentos matemáticos lo han distraído tanto del pintar que no puede soportar el pincel»; y Baltasar de Castiglione, en El cortesano, afirmaba: «Otro de los primeros pintores del mundo desprecia este arte, en el que es un genio, y se ha puesto a estudiar filosofía». Tampoco Vasari se explicaba su empezar y no acabar algunas obras y dejar otras sin atender, aunque fueran peticiones de la alta aristocracia. Con todo, desde un principio, la genialidad artística de Leonardo fue reconocida.
Tras vivir en Florencia diez años, en 1482 pasó a Milán, a la corte de Ludovico el Moro, donde planeó el famoso caballo de bronce, que debía tener siete metros de altura, monumento homenaje al padre de aquel, Francesco Sforza. Trabajó en él dieciséis años, pero no lo vio concluido: el mismo Ludovico le hacía otros encargos, interrumpiendo su trabajo y sin considerar siquiera su condición económica. El pintor se lamentaba: «Si su señoría creyera que tengo dinero se equivocaría, porque he mantenido seis bocas [los ayudantes] treinta y seis meses y he obtenido cincuenta ducados… Del caballo no diré nada, pues conozco los tiempos». En otra ocasión la queja de Leonardo concluía: Fa come ti piace, che ogni cosa ha la sua morte, «haz lo que te parezca, que cada cosa tiene su muerte». Tal vez presentía que ni siquiera el boceto de aquel monumento tendría larga vida: acabó siendo fundido por las tropas francesas para hacer cañones. De todos modos, en Milán pintó La Virgen de las rocas y La última cena, para la iglesia de Santa Maria delle Grazie y, además, se ocupó de muchas otras cuestiones, sobre todo del problema de las aguas, movido por las obras hidráulicas que se le presentaban. Puso de este modo las bases de la ingeniería moderna.




También en Milán, en 1484, tras una peste, Leonardo concibió el proyecto de la «ciudad ideal». Esta carecería de murallas y estaría construida en distintos planos y su tráfico se realizaría a través de canales navegables. Años fecundos, pues, para él: estudió además nuevas máquinas para hilar y tejer la lana, y llevó a cabo las primeras reflexiones sobre el vuelo humano. Pero en 1499, Luis XI de Francia atacó la ciudad, y el artista partió hacia Mantua, luego a Venecia y, finalmente, volvió a instalarse en Florencia, donde el confaloniero Pier Soderini le encargó el fresco de La batalla de Anghiari para la sala del Gran Consejo del Palazzo Vecchio. Hizo los bocetos… Y pintó la Gioconda. Y siguió sus investigaciones sobre el vuelo humano, la anatomía y los canales.

En 1513, llamado por Giuliano dei Medici, hermano del nuevo papa León X, Leonardo partió a Roma. Allí se entregó fundamentalmente a los estudios científicos y anatómicos. Estos últimos los llevaba a cabo en el Hospital de la ciudad, de noche y a ocultas, pues se atribuían prácticas mágicas y sacrílegas al estudio de los cadáveres. Un tal Giovanni Tedesco, envidioso de las simpatías que despertaba en Giuliano dei Medici, sembró la maledicencia, y acabaron por impedirle entrar en el Hospital. Giuliano evitó que sucediera algo peor, pero cuando este dejó Roma, en 1515, también Leonardo lo hizo. Con tristeza partió luego a Amboise (1516), donde, aunque se le paralizó la mano derecha, siguió con el estudio de las aguas, ahora pensando en la canalización del Loira, y escribió un ensayo y extensas notas sobre el diluvio, donde enfocaba el proceso bíblico desde sus observaciones, adelantando al menos en dos siglos la tesis de la geología moderna.

En Roma había estado enfermo por la intensidad de su trabajo. La fosa del Castel Sant’Angelo le había dado pie a observaciones sobre acústica, los jardines del Vaticano, a investigaciones zoológicas y botánicas y a experimentar con el vuelo de los pájaros. Alto, siempre más alto, lo llevaba aquel ave madrina. De este periodo data su conocido autorretrato, que, se ha dicho, se corresponde con el rostro de Platón de la Escuela de Atenas, de Rafael, también de estos años. Esta perpetua ampliación de horizontes fue dando asombrosos resultados, casi secretos: en Milán, La última cena lo llevó a la escritura del Tratado de luz y sombra, el proyectado monumento a Sforza al Tratado sobre la anatomía del caballo y sobre los métodos de fusión en bronce, las obras de arquitectura civil y militar a los estudios sobre hidráulica y al Tratado del movimiento local, de las percusiones y pesos de las fuerzas todas.

En Florencia, tras iniciar con entusiasmo la Batalla de Anghiari, la abandonó, lo mismo hizo con Adán y Eva, la Cabeza de Medusa y la Adoración de los Magos. Otros intereses lo requerían: de 1504 data el Códice sobre el vuelo de los pájaros, de 1505 la obra matemática en torno a las secciones esféricas, los estudios de perspectiva (empezados en 1482), los de anatomía (nunca abandonados desde 1489), los de mecánica, y, desde 1500, los trabajos para la canalización del Arno, por no mencionar que llegó a resultados decisivos en otros campos de la ciencia: meteorología, geografía, botánica, física, astronomía, fisiología y matemáticas, sin contar sus escritos literarios, sobre las artes y sus apuntes filosóficos. La cantidad de textos reunidos llegó a ser tal que, en un momento dado, Leonardo sintió la necesidad de reordenarlos. Sin duda en su rostro también entonces se esbozó una sonrisa al ver todos aquellos papeles donde se encerraban descubrimientos sorprendentes escritos de modo no descifrable de primer intento. ¿Podía decir abiertamente, por ejemplo, que para él el alma y Dios no son objeto de ciencia porque son cose improbabili? Sí, él no se movía con prejuicios teológicos, ni hacía caso de las escrituras ni la autoridad de los filósofos escolásticos, él liberaba el pensamiento de servir al dogma.

En su indagación de la naturaleza planteó y resolvió problemas fundamentales, anticipándose a Galileo y Bacon. Su amor por ella le hizo descubrir, a través de la experiencia, el movimiento incesante que transforma vida en muerte y muerte en vida. Su pensamiento sobre el destino del hombre no era místico o idílico, sino naturalista. No se planteaba la inmortalidad personal del alma, sino un regreso a la primigenia sustancia del universo, donde se llevaban a cabo profundas mutaciones; sabía que la existencia humana se basaba en «la esperanza y el deseo de repatriarse y volver al primitivo caos». No sin ironía escribió: «la definición del alma la dejo a las mentes de los frailes, padres de pueblos, los cuales, por inspiración, saben todos los secretos».
Pero había mucho más, había cosas que, por responsabilidad de científico, ni siquiera anotaría: «yo no escribo mi modo de estar bajo el agua y cuánto puedo estar sin comer; esto no lo publico y divulgo por la mala naturaleza de los hombres, que usarían los asentamientos en el fondo de los mares para romper las naves en su base y sumergirlas con los hombres que están dentro».

 Para él, el conocimiento del arte era el mismo que el de la ciencia: la naturaleza y el hombre. Su impulso hacia el saber era tan fuerte que lo llevaba a interesarse más por el método y el proceso cognoscitivo que por el rematado de las empresas. Leonardo no podía dejar de sonreír. En Florencia, donde la vida cultural estaba dominada por la academia platónica, los literatos no apreciaban el trabajo de los investigadores de las artes mecánicas, y él no sabía latín, era un omo sanza lettere, «un hombre sin letras»… Pero el motivo por el que se rebelaba contra los trombetti e recitatori dell’altrui opere, no era este. Él afirmaba que la pintura era una verdadera ciencia o discorso mentale y la ponía por encima del gridore de las vanas polémicas silogísticas. Tampoco proclamaba abiertamente, pero lo escribía:
  • Sé bien que, por no ser yo literato, a algún presuntuoso le parecerá razonable poder desaprobarme alegando que yo soy un hombre sin letras. ¡Gente necia! No saben esos tales que yo podría, como Mario respondió a los patricios romanos, replicar, diciendo: «aquellos que se adornaron con los esfuerzos de otros, no quieren concederme a mí los míos». Dirán que yo, por no tener letras, no podré decir bien aquello de lo que quiero tratar. Estos no saben que mis cosas se han de extraer más de la experiencia que de la palabra de otro; la cual fue maestra de quien escribió bien, y así por maestra la tomo y la citaré en todo caso.
Leonardo tenía su propia palabra, era un gran conversador —Ludovico Sforza quedó seducido por ello—, y ese don se refleja en sus escritos: máxima claridad y concisión, pocos medios e intensidad expresiva. En algunos casos, las correcciones para aclarar el texto eran numerosas. Había comprendido que la ciencia necesitaba el apoyo del uso constante y bien definido de las palabras. En otros casos se entregaba a la escritura y parece adelantarse al stream of consciousness de Joyce, pero siempre siguiendo su intento orientado a un solo fin: conocer las leyes de los fenómenos y describir las formas naturales.

Y son naturales tanto las imágenes geométricas como el movimiento del aire y el agua. Así, el ojo de Leonardo afina enormemente en todos cuantos aspectos se le ofrecen y los relaciona con fines prácticos, del mismo modo que estudia la conducta de los animales y las plantas, que también se mueven, siempre para llegar a una conclusión, cuanto menos, ejemplar. Entre unas cosas y otras recoge, junto a sus descubrimientos, saberes tradicionales, llevándolos a sus máximas consecuencias. Fábulas, bestiarios, alegorías, reflexiones, escritos estilísticamente cuidados, expresiones aforísticas, todo lo anota, porque así se fija y permite avanzar. Probablemente Leonardo encarna el ejemplo fundamental de lo que significan para el hombre la palabra y la escritura.

Durante un largo periodo, tuve como libro de cabecera los dibujos de Leonardo, algunos de los cuales remitían a textos —yo conocía solo sus escritos sobre pintura—. Mi amistad con hispanistas y escritores italianos me había ido revelando el placer de leer en su lengua y lanzando a alguna traducción ocasional. En este hecho tuvo un papel muy importante el novelista Franco Tagliafierro. Delante de mi casa está la librería italiana. Pues bien, un día, sin pensarlo, bajé y compré todos los libros que había de textos de Leonardo da Vinci. Nada sabía entonces de sus fábulas y alegorías ni de sus reflexiones filosóficas. Me lancé a la lectura con entusiasmo. Había palabras que no comprendía, a pesar de lo cual empecé a traducir algún fragmento. Poco a poco, y en vista de que no había una coincidencia matemática en la presentación de los textos, los fui colocando unos junto a otros y estructuré un libro. Por suerte Franco tiene en su casa un diccionario de la lengua italiana en 21 tomos. Sin su ayuda mi impetuoso intento habría sido imposible. Esto le debo y mucho más, la alegre compañía que supone su generosidad. El resultado está en estas páginas. En cuanto al lector le pido perdón por mi osadía.

C. J.

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